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21
Noviembre
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Escultor

Marco Pérez de Cuenca

Por José Miguel Carretero Escribano

Recordar a Luis Marco Pérez es grato menester y muy fácil para nosotros, sus paisanos conquenses. Lo tenemos bien al directo alcance de los sentidos. Y del espíritu que jamás defrauda, con el aroma de la inmortalidad. Nuestros parques, plazas y jardines, hasta el exordio mismo de la Hoz, declaran cada día su presencia, bronce junto a madera, piedra frente a piedra, Cuenca mirándose. Escultor de la tierra natal y luego recobrada, querida y requerida; después, ausente de los suyos. Y al fin, por siempre, regresado para reposo y gloria.

Y cada primavera de ilusiones y anhelos nuestras calles pregonan su Evangelio patente, los cuatro y suyo el quinto, andante Cuenca adentro, cuesta arriba del alma, con sus Pasos hermosos explicando, a gubia rubricados, por qué, a pesar de todo, tenemos esperanza, y creemos en Dios. Y somos nazarenos.

Claro que hemos de memorar. Y honrar a los mejores, aprender de su ejemplo, disfrutar de sus obras. Y pensar, sentir, hablar de ellos en presente, mirando hacia el futuro y a la vida; no en pasado perdido de evocación marchita.

Así es y ha de ser con este tan sencillo fuentelespinero de pro. Nacido en 1896 allí donde Cuenca, todavía serrana, camina hacia el levante. Muerto en Madrid su octogenario cuerpo el invernizo día de San Antón de 1983. Vivo su testado arte, antes, ahora y siempre; por los siglos de los siglos.

“Un escultor de Cuenca para España” tituló con certera precisión sobre Don Luis el Profesor Portela, su reivindicador moderno desde la docta Cátedra de la Complutense, haciéndonos la merced de poner las cosas en su sitio; como son. Porque Marco siempre tuvo y mantuvo a gala su prosapia conquense, mostrada y demostrándola con hechos. Y con ella su fuerza, vital y vitalista, a pasos agigantados creció hasta lo más alto en la escultura patria.

Casi un siglo después de aquella década gloriosa, de los veinte del XX, insuperado sigue el palmarés de premios nacionales alcanzados por aquel Luis Marco capaz de cantar, moldeada, la condición heroica de sus gentes humildes, la nobleza ganada, no heredada, de quienes a fuerza de trabajo y a fuer de ser sinceros, merecieron contarse en pura paridad entre los Grandes de España: “El Hachero”, “El Pastor de las Huesas del Vasallo”…  Oro pulido, limpio, como el de las medallas por ambos bien logradas. Marco los supo ver para creer y a su genial usanza hacer, crearlos recreándose, señalar el camino.

La Cuenca de preguerra lo reclamó para acrecer la calidad y calidez de su Semana Santa. Marco llegó a su más magna manera, con los clásicos romanos y renacentistas recién asimilados y un audaz poderío para abarcar sin temores lo máximo. Y así, madera en su color, y en su calor, definió “El Descendido” y retrató con viveza dinámica, haciéndolas hablar en su quietud silente, las trece figuras de la “Santa Cena”.

Hechas trizas quedaron. Incólume la llama alumbrando siguió desde la pena, compartida y sufrida a su indebido tiempo por unos y por otros; sin excepción por todos. Pero reverdeció.

Escrito y a la vista está cómo Cuenca volvió sobre sus Pasos, mejorando lo pasado en el presente. Diecinueve, aquí y ahora, son de este Marco incomparable, a tono con el de su Ciudad paisaje, Pasión de las pasiones en su escenario de anchuras y estrechuras, de límpidas verdades.

Como el agua clara resuenan las palabras leales de nuestro Hermano artista: “…Yo he hecho lo que he podido… con entusiasmo…”. Y ante nuestros ojos, con el sonoro fondo de la marcha de Alfonso, el mediano de los tres Cabañas, dedicada a su maestro y mentor, uno a uno desfilan como nunca y como siempre, pervivida la esencia, detenido sin presura el tiempo, refulgente la luz bendita que nos guía: los dos Juanes, el asceta y el guapo; Simón Pedro y el otro de Cirene; Magdalena y Verónica; Santiago durmiente y Judas salvado; Arimatea y Nicodemo; el Ángel; también los soldados, criados y sayones, representando su papel ingrato…

Y al principio y al fin, Él y Ella. Hijo y Madre. Jesús triunfante, orando, prendido, amarrado, coronado de espinas, burlado y aclamado con la cruz a cuestas, en pie y caído, clavado y exaltado, crucificado y muerto. Y a su lado, tras Él, a pie de cruz, hasta acunarlo en Angustias, descendido y yerto, María.

Nunca una Soledad mejor acompañada. Anoche, entre rumores de yedras y de olivos, guardó el joven Apóstol el corazón materno, transido de Amargura, del celeste al silencio. Mañana en la mañana, palma al viento le marcará la senda de tempestad y rosas. Pero hoy es Jueves, Santo. Delante camina un Nazareno a su paso, cual flotando en una nube de suavidad morada. Y detrás, un Guión negro, enhiesto y vertical, la anuncia: Ella, bajo palio, en majestad solemne, avanza.

Si auscultamos en ese trance el Cielo, escucharemos a Luis Marco Pérez con nitidez entera proclamar: “Ahí viene mi Virgen”. Y entonces, desde allí como aquí, la admirará atento, contemplativo, humilde, orgulloso y feliz. María ya le dio las gracias en persona y a solas, en el 41, en el 83; también ahora, cada día de ese Día eterno, a su vera divina.

Bien lo sabemos. Qué suerte la nuestra de tenerla, hermanos.

Y tú, escultor querido, que en gloria estás, sigue con Dios.
 

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