Hermandad
Asociación
21
Noviembre
2024
 
Jueves Santo 2024. Faltan -238 días

Pregones juveniles

ACUARELA SOBRE PIEDRA

Sangre derramada
Cual lágrima de amargura solitaria.
Perdón infinito,
A la traición imperdonable del discípulo.
Silencio sordo y desesperado,
Ante la muerte del Mesías esperado.
Soledad siniestra y dolorosa,
En un amanecer tibio y sombrío.
Dolor…dolor ante la tortura,
Tus manos atadas a esa columna,
Tu espalda flagelada,
Tu cabeza coronada
Por esas punzantes espinas.
Bondad…bondad en tus ojos,
Ojos implorantes por nuestra salvación,
Tus manos clavadas a ese madero
Que se lleva tu vida por delante.
La nada, el no existir, ese último suspiro de agonía ante la destructora, ante la muerte.
El destino, cruel y trágico para los hombres, ahora nos recibe como un amigo.
Tragedia, drama, infierno abrasador que los hombres ya no temen.
Pecado aniquilado por tu buena obra, por tu divino perdón.
La piedra, roca eterna que sustenta tu Iglesia. Roca amable y generosa, dura y fuerte que
sujeta los cimientos de tu creación. Una ciudad de piedra, de leyenda y mito, donde el
transcurrir de la historia, del tiempo, ha creado una fortaleza imponente.
Cuenca, ciudad de piedra y forja, de callejuelas interminables, de pasadizos donde se
esconde el misterio y el secreto, donde se labran historias y leyendas. Ciudad de casas
colgadas con sus ventanas en forja. Forja de negro azabache, como la pena que recorre
al penitente, como las promesas que nunca se cumplieron, como la culpa que persiguió a
Judas por entregar al Cristo.
Y es que el tiempo no se detiene jamás, nunca nos espera, todo regresa, todo vuelve al
principio del fin; camina salvando senderos inescrutables, siendo protagonista en un
hermoso guión no escrito jamás. Poco a poco…llegando de nuevo a nuestros corazones,
labrándose en nuestro interior, despertando la preciosa armonía cuyos suaves matices
solíamos saborear.
Hielo abrasador desgarra el alma de la primavera que se estremece en mil movimientos
de obras jamás compuestas, nunca plasmadas en la lánguida partitura de tu bondad.
Misere mei Deus, secundum magnam, misericordiam tuam…
Despertar, renacer como ese árbol triste y seco de esa curva allá en la fuente del
Escardillo. El frío suelo, el camino interminable, espera ese lento trascurrir de
nazarenos, penitentes todos ellos. Radiante tu luz, resplandor de esperanza, en ese cielo
nublado y cubierto de las nubes espesas y atormentadas que es el alma del ser humano.
Lento golpear de las horquillas contra la piedra, contra el Cristo.
Un golpe sordo, dos…tus manos sujetas a un tortuoso madero con clavos sin piedad, la
misma que tú tenías con nosotros, aquella que realmente no merecíamos…pero eras Tú.
El tañido de la campana,
Cristal vibrante de esperanza.
Roto sollozo,
Que corta el cálido silencio.
Calles sin alma,
Sombras tristes del ayer.
Tu mirada en el azul,
Pálida angustia en la tarde.
Y era miércoles, Miércoles Santo de pasión. De repente, sólo había silencio, pues ya era
demasiado tarde para implorar el perdón. Judas cambiaría al buen Jesús por treinta
ruines monedas. El oro, la perdición del ser humano, el deseo irreprimible de tener más
y más, el olvido de la humanidad que hay en nosotros, la desesperanza del Bien, el
acercamiento al cruel egoísmo y vanidad.
Porque quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta.
Pan partido y compartido, discípulos conocedores de la Verdad.
Verdad infinita, de amor eterno en la inmensidad.
Vino carmesí, símbolo de la sangre a derramar.
Dolor de traición, en el huerto de los olivos.
Judas, discípulo infiel, un beso a su maestro ofrece,
Señal inequívoca de lo que estaba por suceder.
Negación de Pedro, el gallo cantaba tres veces. Su fe iba a ser piedra de este mundo.
El Cristo había sido prendido, sus ropas habían repartido. La codicia brillaba en los ojos
de sus maquiavélicos guardias.
¡Oh Ecce homo, cómo brilla esa luna inmensa y llena! ¡Oh noche, de cielo estrellado
entre dos imponentes hoces! Como vestido, tan sólo una capa color grana; tu corona,
Rey del Mundo, era una corona de espinas; tu cetro, una caña recogida de la ribera del
río Júcar…Tú.
Lágrimas de sangre bañaban tu rostro, los conquenses se estremecían ante tu serenidad,
las sombras jugaban y bailaban a tu alrededor, la cera de las velas, amarillenta y triste,
caía lánguida en la piedra. Las piedras del río lloraban ante la tragedia, la pérdida de la
razón de este mundo, la bondad que transmitía y se colaba en los palpitantes corazones
apesadumbrados llenos de dolor, pero también, de ansias de libertad, de perdón.
Ecce homo de San Miguel,
Tu mirada evoca el final.
Caminante solitario,
Entre esas interminables calles solemnes.
Ojos, mirad por última vez,
Lágrimas llorad por ese Edén
Perdido entre tanta desolación
Y pecado sin dueño.
¡Oh, tristeza oscura y tenebrosa,
Tu Hijo amado se encamina al Gólgota,
Estrellas no brilléis en incandescente luz,
Pues el Cristo, llega a esa cruz!
Amargura, dolor y compasión…anhelo, soledad, fantasmas del Maligno que me
persiguen en un sinfín de colores sobre esa piedra, ya fría y dura, áspera y erosionada.
Colores de amor puro y sincero, de morado dolor callado y ya sereno, de blanco luto, de
tristeza ya callada y misericordiosa.
La Madre…madre, consuelo de un hijo, madre de toda la humanidad.
Resplandor anunciado por las trompetas de los ángeles firmes y seguras, discípulo que
te acompaña en esas amargas lágrimas; Juan, inocente y compasivo hombre, pilar que
sostienes a la Madre en este tiempo de final, en esta obra cruenta y dolorosa que se lleva
al bien amado Hijo con su padre, Padre Celestial, Rey de los Cielos.
El sol se pone en una tarde de jueves santo. Cielo añil, naranja, rosado, violeta y
morado. Cae el sol, tan solo queda esa sonrisa anaranjada en un cielo que poco a poco
se ensombrece. La tarde, el fin de un día, la vida se escapa de manos de ese Cristo que
ha sido torturado y entregado por el pueblo, comparado con un cruel criminal…
¡A Barrabás!
Ascensión al cielo, esa plaza Mayor, ese rincón escondite de emociones y sensaciones,
de contemplación y fascinación ante el Mesías, el hijo del hombre, nuestra salvación.
El Cristo de las Misericordias, ese Cristo que acompañaba a los condenados a su
inevitable muerte. Madera y policromía, donde la esencia de la bondad pervive, la
misericordia, la piedad.
Vuelve a sonar la campana, la piedra tiembla. Susurro callado de desesperanza ante lo
inevitable, sensación de angustia, prisionero de una columna que retiene sus manos, tan
pulcras antaño y, tan destrozadas y débiles ante el látigo que lo doblega.
Luces de abril,
Amoroso renacer de la vida.
Poncio Pilato,
Tu cobardía se llevó al hijo amado.
Cristo flagelado y amarrado
A una columna de dura piedra y estaño.
Jesús con la caña,
Envuelto en carmesí grana.
Ecce Homo de San Gil,
Compasiva mirada hacia el pálido cielo añil.
¡Oh Cristo auxiliado por un bondadoso cirineo! Auxilio, pedían tus ojos; tu rostro ya
había quedado enmarcado en ese pañuelo inmaculado; tu paso, ya era lento y
desgastado, como la piedra pulida y cansada, que murmura en silencio por su
ancianidad.
Jesús del Puente,
Pies descalzos sobre la cortante piedra,
Recónditos escondites de hiedra,
Recorres en tu lento caminar…
Soledad del Puente, madre dolorosa que acompañas el caminar de ese hijo, de ese niño
Jesús que ya se hizo hombre. Puente que cruzas ese río de lágrimas, ese valle de dolor y
amargura que fue tu vida. Tu mirada vuelve atrás, todo vuelve a ti.
Y la palabra se hizo hombre y habitó entre nosotros.
La nada, lo indeterminado, el miedo, la inseguridad… La muerte, no es nada sino parte
de la vida, esa vida a la que Tú diste sentido.
Madrugada…madrugada de negro terciopelo, de morado pasión.
El silencio es rasgado como si mil cristales cayeran sobre ese suelo de piedra triste.
Inmortal acuarela, nazarenos alzan su mirada al infinito cielo de la noche, pálido y
sereno, como si las propias estrellas estuvieran de duelo.
Desgarrador látigo es el clarín, cruel sonido de trompeta desafinada que escarnece al
Cristo cabizbajo y abatido, caminar lento y pesado… Sentimiento de tragedia quema en
el aire como ácida hiel.
Lento retumbar del tambor, repetitiva salmodia, escalofrío recorre al turbo pues sus ojos
se han encontrado con los del Cristo, su corazón late con el ronco tambor…
Sólida puerta de emociones que te abres al rayar ese alba que implica el último día…
Piedra que plantaste cara al correr de los tiempos, que viste todo secreto en una ciudad
de majestad, que formaste parte de cerros y montañas, que te viste desgastada y
solitaria.
Jesús de las Seis, tu cruz sobre tu hombro llevas. Cirineo, amigo y discípulo que te
acompaña a ese monte imponente de la bella ciudad, Gólgota conquense es.
Palma al viento, recuerdos de ese Domingo de Ramos ya tan lejano; San Juan, el
Evangelista, te acompaña a tu destino.
Dolor de amor, de perdón y temor, la madre dolorosa bajo el negro palio, llora sola y en
silencio. Dorados reflejos en tu corazón, corazón rasgado por un puñal certero y mortal.
Soledad en la madrugada, destellos de oro le acompañan. Llora la vela derretida de
amargura, en esa tulipa titilante de misterio. Martillo y yunque te acompañarán, en este
momento de final. ¡Oh, lágrima de cristal, que en tu mejilla tímida resbala!
Madre aquí tienes a tu Hijo. El dolor ha dado paso a esa agonía tan punzante y traidora.
Un golpe, dos…las manos del Cristo son clavadas en ese madero cruel con esos clavos
de oxidado hierro. A tu lado, dos vulgares ladrones; mas nunca podrán compararte con
ellos. Tú, Suprema Bondad, fuente de perdón sin fin…Tú, amor eterno, que repartes la
buena nueva entre los hombres.
La tarde…sol brillante sobre cielo azul, suaves pinceladas de añil.
El Cristo agoniza lentamente mientras la tarde cae temblorosa y queda.
Sus ojos no tienen ya expresión alguna, sólo se refleja su figura en los espejos dorados
de esa cruz que ya forma parte del monte vivo y renacido por la primavera.
La Madre y el discípulo, están al pie de la cruz. Hay silencio, se oye el correr del viento
y hasta las aguas del Huécar y el Júcar, se han detenido para esperar una señal, la
muerte, tal vez.
Costado sangrante, una lanza su huella ha dejado. Ojos serenos y límpidos son los de
ese Cristo que sólo perdona y esboza una tímida sonrisa que puede al más insoportable
de los dolores.
Y la piedra tiembla, se estremece de dolor y pérdida.
Macabro cuadro, trágica acuarela, desolado poema, amarga melodía. Las piedras lloran,
el corazón de ese Cristo ha dejado de latir, la nada gana espacio, la desesperanza no
abandona nuestra alma.
Cristo yacente es llorado por sus discípulos. Su cuerpo, lánguido e inerte, recorre las
calles de esa ciudad entre hoces. Ahora, sólo se sucede el llanto y se alza la vista a ese
monte en el que un día, tres cruces coronaron la puesta de sol. Ahora, se alza la cruz
desnuda, despojada de su esencia de tortura, símbolo del cristiano.
Y al tercer día resucitó de entre los muertos. ¡Oh, alba esplendorosa! ¡Oh, amanecer de
los tiempos que vuelves en este día en que Cristo ha vencido a la muerte!
La piedra yace serena y tranquila sobre ese suelo, sobre ese monte, sobre esa ciudad que
tal vez, un día vio en sus calles el perdón, el dolor, la pérdida, la angustia, la soledad, la
agonía…
Piedra, fuerte, dura y amable, que sostienes década tras década, siglo tras siglo, milenio
tras milenio, esa Iglesia que Tú construiste un día.
Ciudad de hierro en las ventanas de un alma embrujada de misterio y pasión, de tulipas
encendidas por esas callejuelas, de despertar en la primavera, de misereres en San
Felipe… Ciudad de Cuenca.
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