Pregones juveniles
- Introducción
- Pregón Juvenil 2022 Victoria Bascuñana Villalba
- Pregón Juvenil 2021 Víctor Bascuñana Gómez
- Pregón Juvenil 2019 Alejandra Morón López
- Pregón Juvenil 2018 Pablo Martínez Muñoz
- Pregón Juvenil 2017 Lucía Álvaro Burgos
- Pregón Juvenil 2016 Alejandra Morón López
- Pregón Juvenil 2015 Sara Rodríguez Carrasco
- Pregón Juvenil 2014 Lucía Álvaro Burgos
- Pregón Juvenil 2013 María Ferrer García
- Pregón Juvenil 2012 Rocío Burgos Álvaro
- Pregón Juvenil 2011 Manuel Gómez Blanco
- Pregón Juvenil 2010 Rocío Burgos Álvaro
- Pregón Juvenil 2009 María del Coral Clemente Ruiz
- Pregón Juvenil 2008 Clara María Urango Mozo
- Pregón Juvenil 2006 Diego Salas Benito
- Pregón Juvenil 2005 Daniel Esteban Sanzol
- Pregón Juvenil 2004 Daniel Esteban Sanzol
- Pregón Juvenil 2003 Mª Inmaculada González Fernández
- Pregón Juvenil 2002 Adrián López Álvarez
SENTIMIENTOS QUE GUARDAN HISTORIAS
Cuenca impresiona, es romántica, misteriosa y bella. La celebración de su Semana Santa, declarada de interés turístico internacional, se remonta al siglo XVII, momento en que Agustinos y Trinitarios configuraron las dos primeras procesiones conquenses al fundar las primeras cofradías y hoy miles de nazarenos y penitentes, que van dando luz y color con sus cirios junto a los banceros, acunando sobre sus hombros toneladas de hierro y madera, rememoran por las calles de la ciudad la pasión y muerte de Cristo.
Sucede como cada año, cuando el árbol del amor de la curva de la audiencia estalla en flor, cuando la luna llena aparece en lo alto del cerro Socorro, cuando las golondrinas y demás aves inquietas revolotean por encima de Cuenca anunciando que la primavera ha llegado, proclamando la Semana Santa.
Recuerdo aquellos días de mi infancia cuando en el colegio les decía a mis compañeros: “¡por fin llega nuestra Semana Santa!” y ellos no me hacían caso, se lo tomaban como algo más, días de fiesta, días para descansar, pero no se daban cuenta de que para mí era algo más que eso, era un sentimiento, una pasión.
Este año no he hablado con nadie sobre lo que significa para mí esta fecha tan señalada, prefiero escribirlo, escribirlo y dejarlo plasmado en el recuerdo, para luego volver a leerlo y sentirme viva de nuevo.
Recorrer las calles de Cuenca, desnudas, estrechas y empinadas, entre piedras y forja, clarines y tambores, una perfecta sinfonía de sonidos, imágenes y colores, colores enlutados por un llanto ahogado de una madre en busca de su hijo.
Ver cómo se escapan las notas de una trompeta y llegan a oídos de aquellos que escuchan más allá del barullo de gente. Porque, quizá, esa es la manera de vivir la Semana Santa, mirar más cerca, más, tan cerca que lo borroso se vuelva nítido, se vuelva claro.
Resuena todavía en mi cabeza, el sordo golpe de la horquilla del nazareno, contra el suelo empedrado de Cuenca, una tradición que merece ser conservada, nuestra Semana Santa.
Hay cosas que pasaron antes, mucho antes. Cuando tus abuelos te llevaban a ver las procesiones de la mano y tú llorabas, llorabas sin motivo, sólo porque te han enseñado que cuando alguien sufre, llora. Pero hoy no lo siento así, son lágrimas derramadas de alegría, emoción y devoción y al mismo tiempo lágrimas de rabia e impotencia, de ver lo más querido insultado, ultrajado y derrotado.
Un punto culminante para mí, es la llegada de nuestro Jesús Nazareno a la altura de la iglesia de San Felipe Neri cuando irremediablemente con los sentimientos a flor de piel, procuro aplacar los nervios y, con un nudo que me oprime la garganta, creo imposible retener tanta emoción que me embarga.
De repente ¡shh…! el silencio se hizo presente, un silencio absoluto, parecía que las calles hubieran quedado de pronto vacías, sólo nuestro Jesús frente a los oblatos, buscando ese canto del miserere interpretado por el coro de Cuenca, voces encantadas como su ciudad, que nos culminan.
Este es el verdadero motivo de la Semana Santa, salir a la calle dispuesta a acercarte un poco más a aquello que te hace más humana. A compartir una pasión con gente que ni siquiera conoces y estando en la procesión, siguiendo con paso lento y silencioso a esa imagen que tanto veneras y contemplar ese farolillo que se está apagando, ver a esa madre, dolorosa, madre que derrama un mar de lágrimas y que hasta el cauce se ha secado de tanto llorar.
Jesús, cuna de toda inspiración, rogando a su madre que no le dejara caer, pidiendo a toda la humanidad que si caía, ellos se hicieran más fuertes. Ver a los nazarenos alzando a Jesús, proclamando al cielo que nunca lo dejarían caer, lo sujetarían en sus brazos para que su peso se hiciera sentir.
Nosotros, nazarenos, adorando en silencio, contemplando las caras de agotamiento y a pesar de ello, seguir adelante como Él nos enseñó. Desde nuestro camino, vemos a la otra persona cada vez más lejos, pero sabemos que al final nos volveremos a juntar, flotando en el aire, dejándonos llevar por sonidos robados de notas musicales que dejan en nuestra memoria las marchas procesionales, fúnebres y de pasión. Notas de campanas del reloj de Mangana, que se alza altanero y que sólo él se atreve a marcar esas horas incesantes que nos embargan, que entre el viento suave y frío de la tarde noche nos hace respetar los pasos a golpe de gubias, ofrendas de sangre, sudor y lágrimas, porque la pasión vivida en estos días pesa tanto, que sobrecoge, y una vez más, me siento pequeña.
Los conquenses representan la dramatización viva de la pasión y muerte de Jesús por la parte antigua de su ciudad, tan especial, tan medieval, con sus repechos y sus cuestas, es como si realmente recorrieran el mismísimo camino hacia el calvario.
Cuenca, entre sus luces y sombras, iluminada también por el calor de sus cirios y velas encendidas y allí entre sus riscos, a los pies del corazón de Jesús, la hoz del Huécar y al otro lado, a los pies de la virgen de las Angustias, el río Júcar que ayuda con sus murmullos de agua a aplacar el dolor, la angustia y la agonía de esa madre que asoma sobre el pórtico hacia el puente de San Antón, al compás de un drama.
Bajo sus pies, el río, en cuyo reflejo, resplandece ese manto aterciopelado de negro azabache y plateadas andas, en busca de su hijo amado, mirando hacia el cielo estrellado esperando una señal, con lágrimas en los ojos, lo pide con clemencia. ¡Qué puñal de dolor! Ver a su hijo con la cruz a cuestas, solo y desamparado. Pesa tanto ese dolor, que nos sobrecoge el alma, recorriendo otra calle más, donde muere un más allá, en una memoria, en un recuerdo, sin saber que pronto un Jesús Resucitado recorrerá esas calles para encontrarse con ella, con su madre, donde la despojarán de su manto negro, pasando a lucir uno verde y oro, alejando ya cualquier sentimiento de dolor.
Los dos, uno frente al otro, se prodigarán en un vaivén mecido por los banceros con júbilo, y el cielo, se abrirá de lleno recogiéndolos entre ovaciones, vítores y palomas blancas al viento.
Entonces dejaremos atrás esa pasión de Cristo, la veremos más cálida, más significativa y de mayor hondura, dando más sentido a nuestra vida, ya que en estos días, nuestro lado sensible cobra fuerza en nuestro interior y así recrearemos y reviviremos cada cristiano en nuestro corazón, en nuestra alma, incluso en nuestro espíritu, el sacrificio de Nuestro Redentor del que brotó la salvación.
Dentro de pocos días, casi de puntillas, tendremos que contar otra vez la espera, todo habrá culminado.
La gloria la tenemos, a la puerta pasión, no me sabe a despedida sino a esencia de su alma y corazón, donde Jesús siempre nos espera y nos da un amor que ninguno de nosotros conocemos, amor que ni siquiera tocamos con la punta de nuestros sentimientos. Donde ya se fueron los fríos y en todos los corazones, siempre será primavera.