Pregones a la Virgen
Canto a la Soledad del Puente
PREÁMBULO Y SALUDOS
Hermanos y hermanas de la Soledad del Puente, nazarenos y nazarenas que habéis acudido aquí; recibid mi más cordial saludo y la sincera gratitud de quien, aún en el umbral del soliloquio que va a emprender, contempla a su público. Porque la palabra, libre por la voz del narrador, necesita ser cobijada en la mente del espectador para no extinguirse en la vacuidad del olvido. Tras estos saludos, que algunos califican de rigor y yo prefiero dar de corazón, no podría comenzar sin antes ofrecer unas palabras de agradecimiento y dedicatoria a aquellos que, en mayor o menor medida, han hecho posible este pregón. En primer lugar a los cofrades que, como yo, os encontráis bajo la advocación de la Soledad del Puente; pero especialmente a los miembros de la Junta Directiva, los cuales me recibieron con los brazos abiertos en el seno de la Hermandad y a quienes debo la confianza depositada en mí para esta labor. En segundo lugar a mi familia, por haberme educado en el amor al arte, la literatura y la música, y también con la tulipa en la mano; en especial a mi tío y padrino Juan, hermano por tradición de nuestra Soledad. Finalmente, a cuantos comparten conmigo inolvidables recuerdos bajo los listones que servían de improvisados banzos a nuestro “Cristillo” o a la Virgen de la Esperanza, una muñeca vestida por las amorosas manos de mi madre y llevada con tanto corazón como si fuese la talla de Leonardo Martínez Bueno. Hace algún tiempo que dejamos aquel imponente Ecce-Homo de escayola subido al casco antiguo con tanto sudor, pero ver los mismos rostros antes de desfilar, o en las juntas que jalonan la intensa espera cuaresmal, sigue siendo un motivo de alborozo, orgullo y satisfacción. Gracias a todos, y a José Luis, porque esta noche va a ser la batuta de la orquesta que complete mis palabras. Sin alargar más este preámbulo, tomo el testigo de nuestro hermano Joaquín Martínez Culebras y comienzo.
PRELUDIO
No será mi voz tan clara ni mi elocuencia tan pura como lo eran las del glorioso Cicerón; y seguramente tampoco es este atril tan alto como el que ha servido a ilustres juglares de púlpito en San Miguel. Mas espero que las musas puedan verter sobre mí una sombra tan solo de la inspiración que regalaron a Homero, padre de todos los narradores, cuando éste las invocaba en el sublime inicio de la Iliada. Y a vosotros os pido que escuchéis mi humilde canto desnudos de toda afectación, olvidando que estáis en este templo, a un paso solamente de la susurrante orilla que conquistó a Gerardo Diego y alumbró a Federico García Lorca. Vamos a iniciar un periplo colectivo, un tránsito oculto y escabroso por las vías que conducen al interior de la roca, al exterior del espacio y a la esencia de las fuerzas motoras de la maquinaria mística de la Semana Santa en Cuenca. Dejad que sea mi mano la que os guíe en este viaje por el laberinto vertical y desmembrado de la ciudad que camina suspirando al encuentro de su dolor y su agonía. Seguidme pues, porque ya llegamos a las últimas lomas que nos acercan a ella.
La llanura se encrespa en un fuerte oleaje que va a romper el espolón montañoso entre espumas de roca, allá donde la verticalidad se hace corpórea y donde el vendaval ha socavado una doble cicatriz que sirve de cuerno resonante a los ecos de la sierra. En aquel lugar, mano alzada hacia el cielo y metáfora de volátil ascensión, garganta caliza ceñida por un collar de aguas esmaltadas de jade; se levanta una ciudad de tendencias góticas, a imitación de su terreno de asiento. Pues si os dejáis encantar por los recoletos senderos, veréis que en las riberas aledañas los álamos tejen complicadas nervaduras para trazar ojivas que flanquean elegantemente la adusta nave central, sujeta por rotundos pilares y rematada por agujas que fueron caprichosamente imaginadas por el céfiro antes que nadie pisase estos lugares. No es extraño que aquí naciese la catedral de aires normandos hoy mutilada por una incompleta fachada, ya característica sin embargo; la obra más antiguamente iniciada en la Península con el nuevo estilo, sustituto y heredero del oscuro e intimista Románico. Sus arcos hueros son todavía los ojos de la basílica, que levanta el rostro hacia los caminos lejanos de poniente. La urbe se deja caer ladera abajo, extendiendo su manto variopinto mientras los rascacielos se asoman a los jardines colgantes de las hoces hermanas. Mirad las casas graciosamente arracimadas en las altas terrazas del Huécar, ora apretadas en un conjunto que tiende sus curiosos ventanales hacia el abismo, ora henchidas de una pose principesca que las convierte en poderosas centinelas. Ahogados los sillares por la estrechez, se disfrazan de columnas en anhelante elevación, enroscadas y encajadas buscando otro horizonte más libre y menos constreñido.
Ofrendándose a los pies de este roquedo hallaréis que el bosque teje sus maravillas con tanta delicadeza como la misma Aracne, sembrando de colores rutilantes cada estación y haciendo de este lugar la paleta cambiante del pincel de la tierra. Y es que si Venecia, la Serenísima, aparece etérea e inmutable entre los brillos espejados de sus canales; Cuenca tiene por tales a sus hoces, donde no encontraréis reflejadas sino sus múltiples esencias, sentimientos y emociones, en cada matiz que aparece o se difumina suavemente. Aquí pone el invierno su huella blanca de tanto en tanto, o la caricia velluda de una niebla velada de misterios; el verano corona las campiñas de gualdos trigales; y el otoño se pasea engalanado con ropajes castaños, verdes y dorados, con una luz especial que no es declinante sino ostentosa y festiva. Aquí también se extiende una alfombra de terciopelo verde esperanza para aguardar a la primavera, mientras las flores completan con su hechicería detalles puntillistas en cualquier recodo. Pero no os detengáis en la belleza trémula del tapiz que envuelve la atalaya, ni paséis demasiado tiempo contemplando las crestas almenadas que antes os parecían menos rectas. Hemos llegado al umbral de esta maravilla manierista al tiempo que emprende un giro espiral, alegórico; una metamorfosis helicoidal hacia sus adentros usualmente ocultos. Abrid los ojos, purificad cuerpo y mente en ablución invisible y entrad por cualquier puerta dispuestos a recibir a Cuenca en sus horas de íntima meditación, despojada de los fatuos ropajes de la realidad.
PRODIGIOS Y VISIONES DE LA PASIÓN
Aquellos que entren a través de los postigos en Viernes de Dolores podrán percibir la serena agitación que envuelve cada año los preparativos finales y las últimas horas largas y lentas de la Cuaresma. Mirad cual si fueseis foráneos, ya que esta evocación nos lo permite, como caen los naipes de la espera. Relojes de arena se rompen en el cielo y Cronos es desterrado fuera de la muralla cuando campanea el advenimiento de la Pasión. Los días que se suceden están fuera del tiempo y quienes podemos vivirlos somos testigos de una realidad onírica que nos regala la visión de lo esencial y lo insólito, el sonido jamás corrompido de nuestra meditación. En El Salvador, las infancias nazarenas otean la inconmensurable altura de las andas con admiración, convenciéndose poco de que algún día las acariciarán con el hombro. Todo está candente, incluso las tertulias cofrades maduradas en la barraca de los meses precedentes y llevadas a las ondas radiofónicas por la inconfundible voz de Lucio Mochales, que esa tarde pone punto y final a su programa con la retransmisión del pregón oficial. Así, cuando las bóvedas de la capilla literaria y musical de San Miguel acojan la reverberación del verbo penitente, habrá comenzado la Semana Grande. Esa letanía cada año simétricamente diferente que pone prodigios a la vista de propios y extraños, toda vez que no puede dejar de sobrecoger y admirar a cuantos la sienten, la ven y la respiran.
Prodigios que podemos ahora percibir en toda su completa intensidad. Momentos que constituyen parte irremplazable de las vidas conquenses y visitantes, porque su huella se perpetua en la existencia y en la infinitud. ¿Cómo sería posible olvidar la magia que nos espera en volandas de la sorpresa detrás de cada rincón o debajo de cada capuz en estos días? Si sabéis suspender el silencio, percibid la oración arrítmica y casi levitante que capuchas fantasmales dejan volar en la noche de Lunes Santo, acordes del Medievo para los silenciosos y dolientes pasos que hacen descender al Cristo de la Vera Cruz, entre cirios ahogados y maderas gimientes. Mirad a los ojos a la Virgen de la Esperanza cuando aparezca de puntillas a través de la puerta de San Andrés, engalanada de verde y oro barroco. Sollozos de luz y de diamante, manos implorantes agasajadas de lirios y candelas, la Señora del Perdón comienza su camino entre cánticos altisonantes y más íntimas devociones que callan lo que se ve sin mirar dentro del alma. Y esa misma noche sale a la calle la belleza estremecida, rutilante en toda su claridad, cuando la silueta de María Magdalena extienda su aura de aflicción. Lágrimas más fragantes que todos los perfumes brotan de sus ojos, y acarician suavemente las mejillas de dalias rosadas, nimbos arrebolados de amor. Parece que la luminaria de las velas se aparta y mengua a su paso sereno, porque ni las tulipas pueden sustraerse a tanta compungida hermosura.
Dónde sino en Cuenca y en Semana Santa podría darse la noche ilusoria y volátil del Miércoles Santo, henchida de silencios níveos que caminan en una procesión etérea y eterna, tal como una Santa Compaña de olivas plateadas cuya danza imaginó Machado en los campos de Jaén, sin saber que aquí la dan los hombros hortelanos de Castilla. Las estrellas aletean abriendo ojos noctívagos, miradas de tecolote sobre la hiedra reptil de Alfonso VIII, para acrecentar si es posible la turbación de Pedro. Antes de que el gallo haga una fatídica “clariná” en las almenas de Mangana, antes incluso de que las sombras de una hueste de soldados vagantes se proyecten en la luna vidriosa del horizonte; el apóstol llorará amargamente escalinata abajo, recibiendo el arropo de sus escasos pero sentidos cofrades. Jesús marcha solo hacia el Calvario, Ecce-Homo ante la multitud o ante la duda, penitente monte arriba y agua lenta, o sangre febril que corre por las venas de todas las plumas nazarenas. Noche del Silencio, con ciclópeos pasos que se cimbrean sobre esfuerzos no menos titánicos, y que dejan el retumbar de las horquillas suspenso entre un Miserere y otro presagio funeral.
No es posible en otra ciudad y en otro momento una explosión visual como la que hace florecer de destellos, contraluces y colores el mediodía de Viernes Santo, en el que toman partido las antiguas esencias tintoreras del Huécar y se ponen de largo granates y negros, morados, amarillos y marrones, tantos como ventanas ocultas esperan a ser abiertas y descubiertas esa tarde. Contemplad con asombro y veneración como emerge lentamente desde el oscuro tránsito de la Calle de San Juan la solemne figura del Cristo de los Espejos. Sobre la cruz hallaréis alegóricamente posado un cuerpo exánime que se eleva entre sudarios de luz salvífica, y vuestros ojos se encontrarán a sí mismos escrutando lo más íntimo de vuestro ser, en esbozo sobre pedazos de luna equinoccial. En esta ciudad Cristo resucita nada más morir, y predica desde el alto madero un mensaje nunca tan necesario como hoy: “amaos los unos a los otros”. Poned atención al escalofrío que produce el beso de las horquillas sobre el eco aterido de una pequeña calleja; o al roce, casi caricia, de la túnica al susurrarle palabras de aliento al banzo.
LA TARDE DE JUEVES SANTO
Alto, deteneos. ¿No percibís una calma plomiza flotando sobre la mañana? ¿No notáis que la tempestad se contiene dentro de cada postigo? La noche blanca puso su última mirada en la puerta de San Andrés, y las horquillas madrugadas han acallado su vigoroso salmo, convertido ahora en un retumbar alejado. Levemente, poco a poco, en silencio, los ánimos cofrades se reavivan después de la agitada duermevela o el sereno descanso. Es la mañana del Jueves Santo, revestida de una quietud entrecortada o de una espera insoportable, porque no es fácil saber cuál de estas dos emociones extremas vive cada corazón debajo de su túnica. Finalmente un bullicio general toma la calle, animado por la compañía de capuces flotantes entre el lejano tumulto y carreras impacientes para llegar a tiempo. Se está fraguando la tarde púrpura de Cuenca, revestida de azafranadas guirnaldas arbóreas en la curva de la Audiencia y de fuentes rumorosas en la del Escardillo, con los sinoples ropajes de la hiedra primaveral. El éntasis milenario de las desgarbadas casas se invierte hacia el interior acercando así los aleros de un lado y otro de la calle, manos intentando entrelazarse para cubrir el camino penitente. Todo gira y se encadena en torno a la sierpe curvilínea que marca la ascensión a la ciudad vieja, auténtico eje de simetría y punto de fuga de cualquier mirada en perspectiva. Esta tarde el sol ha guardado esencias de amanecer para hacer más intensa su agonía anaranjada, larga expiración que abre horizontes concebidos en un imposible sfumato. Paz y Caridad para el desfile que camina directamente al cielo, partiendo de la ribera entre cortinas de media tarde y regresando a ella en un catafalco de obsidiana. Su itinerario está preñado de vivencias irrepetibles, múltiples; sería quimérico pretender describirlas en este discurso, porque son extremadamente vivas, diferentes para cada cual, pero siempre inolvidables.
Recorramos el sendero emocional del Jueves Santo, arriba y abajo entre oquedades que nos permiten sorprendernos con pedazos de austera preciosidad. Detrás de una campana inconsolable que suena encima de la hoz y hace temblar las aguas, las puertas que os han recibido esta noche se abren y a través de sus jambas aparece el humilde y achicado Cristo de las Misericordias. Hoy es esfuerzo en clave de sudor bajo la tela, cuando antaño fue postrer estertor de ajusticiados, inocencias condenadas con infamia. El paso del puente queda reflejado en el meandro del río, difuminando su arco iris penitencial entre brumas caleidoscópicas. Escuchad a lo lejos el tintineo alegre y metálico del último olivo, remontando las primeras rampas con el beso de la media tarde aún entre sus ramas. Sigamos luego la escalada de los pasos entre la semipenumbra azulina de Alfonso VIII, alterada de tanto en tanto por la luz ya declinante que se deja caer flotando de las altas vidrieras abiertas al exterior. Reprimamos el llanto y sintamos la convulsión que anuda nuestro cuello al oír en boca del roquedal el Miserere, salmo inmemorial y oración vetusta, tanto como himno indiscutible de nuestra Semana Santa. Más abajo, en la estrechez de la calle del Peso, los sueños incandescentes que cada tulipa contiene se van abrazando entre sí, y en la línea que marcan más allá de las sombras casi puede intuirse la eternidad.
Atardecer culminante de la Pasión según Cuenca que se esfuma en un canon polifónico de espíritus perseguidos, en un contrapunto de pinceladas superpuestas. Esta es la hora aciaga que va a servir de testigo al restallar del latigazo color caña, hendiendo las carnes del mismísimo firmamento pero dando su beso mordiente a la espalda del Amarrado a la Columna. Y también es el escarlata sanguinolento que impregna de heridas de hiel cada rincón cuando llega peregrinando en su destierro Jesús con la Caña. Cada lucero que renace en Jueves Santo destila un brillo carmesí, similar al de aquellos rubíes, año tras año contados y siempre alguno extraviado, del antiguo Ecce-Homo de San Gil. Una brisa coral entona olores entre los pinares y levanta golondrinas sonrosadas cuyas plumas son pétalos de almendro en flor. Conforme avanza el cortejo, se ve más claramente el alma dual de la ciudad; siempre indecisa entre el arco plateresco y la incólume potencia sensorial de la esencialidad que Tapies, Saura, Millares, Sempere, Torner o Zóbel encontraron y dejaron aquí como un tesoro. Contagiado de esta fusión tan peculiarmente conquense, el paso de la Verónica marca el comienzo de la Vía Dolorosa.
El Nazareno del Puente camina hacia la abstracción y el simbolismo entre flotantes yemas de violeta. Sereno sufrimiento, pausado caminar, con la túnica bosquejada en gubia viva hecha jirones, y el corto cabello castaño manchado por la sangre y por la espina. Solo, tristemente solo en su ahogo, la cruz sostenida entre las manos delicadas y la mirada perdida, va buscando plenilunios de plata melancólica por los senderos de nuestra ancestral ciudad. Mirad como se aleja en pos de un sueño de bondad, calle abajo, soberbiamente portado por sus banceros.
FINAL
Y finalmente, llega Ella. ¿No la veis a lo lejos, detrás de toda esta crestería enlutada que abre su caminar y la custodia? ¿No podéis distinguir el rítmico decaer de los varales? Sus pies besan el suelo lentamente, en una levitación enmudecida por horquillas que silencian llantos de tormento sobre el suelo. Minuciosamente, con primoroso cuidado, no queriendo perturbar la acongojada búsqueda de la Madre, los cofrades la llevan de la mano tras la huidiza sombra de su hijo. Se ha asomado al río en busca de una esperanza que perdió, hallando allí su alegría secuestrada; ha mirado al cielo en Palafox, viendo solo la espalda de un sol que la esquivaba. ¿Qué puede hacer sino seguir llorosa la estela de su sino?
Mirad su rostro alicaído, rebosante de un dolor que no puede perturbar siquiera un ápice la gracia que luce profusamente en él. Soledad del Puente, indecible amargura que se contiene en un corazón atravesado con encono, no queriendo aturdir el equilibrio de su gesto atribulado. Mejillas de seda y pétalos de rosa, ojos de perenne y glauco fondo. Dos cicatrices perladas surcan tu rostro, hijas de un lamento de aguas diamantinas. En tu camino no temas, Soledad, pues tus hermanos han puesto su amor en forma de lirios blancos a tus pies. Te guardan columnas argentadas sujetando sobre ti un firmamento de azabache y áureas luminarias, y tu manto es un retazo del cielo nocturno de Jueves Santo, que se desprendió al verte suspirar y consiguió hacer que geniales manos repujasen sobre él los más bellos sueños de una ninfa. Cada año las campanas cantan salves a tu partida, y el Júcar quiere encaramarse en las laderas de la hoz para besarte el manto, aunque debe contentarse con mirarte desde abajo. Cada año levantas suspiros como losas a tu paso, siembras de miradas cautivas las calles, las puertas y ventanas.
Ya se va la Virgen entre puntillas bordadas y notas de una trágica marcha, fundiéndose su lúcida aureola con la noctámbula penumbra. Quizás esté pasando aquella puerta y venga a recogerse en esta capilla, a seguir aquí con su desvelo. Su rastro queda suspendido en el aire cortante de la madrugada, antecediendo al estruendoso y disonante amanecer, con el que se extingue. Mas sus cofrades nunca perdemos el hilo del Jueves Santo, que si bien puede estar oculto jamás está perdido. Y es que detrás de cualquier puerta, en la cercanía o el exilio; sentimos el ardor de la tulipa en nuestro pecho y vemos llegar delicadamente, como en un sueño, a la Soledad.
Cuenca, Iglesia de la Virgen de la Luz
18 de marzo de 2006