Concurso Literario
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- Pregón Juvenil 2002 Adrián López Álvarez
SOLEDAD Y SILENCIO
Solo. En el fondo (qué lugar tan preciado para vestir el silencio de oro). Situado en el fondo de aquella enorme sala, bajo la tenue luz amarillenta de cuatro candelabros como si el tiempo se detuviera, tan sólo destellos de un aire perfecto tiñen la noche…
¡Qué armonía de sonidos! Cuando estaba vivo, creí que junto a mí, a mi lado, algunas palabras me amarraban a mi banco. Creí que aquel sueño que tuve sobre mi lecho nunca podría tomar forma. Pero ya mi mano se ha fundido con la armonía perfecta. Ya no siento el leve roce de mis yemas sobre las teclas, ni aprecio cómo mi corazón late al son de tantos ritmos distintos, de tantas puertas al paraíso. Sin duda debo de estar ya muerto. Creo haberme elevado más alto que los hombres.
Fíjate ya que bajo veo mi cuerpo. Qué atajo de polvo somos en nuestro camino hacia el arte supremo. Allí me encuentro. Frente al crudo negro del piano, dirigiendo la sala, grande, gigante incluso. Decenas de oyentes que sólo rallan el esplendor del que gozo entre esas cuatro paredes blanquecinas se congregan para empujarme en el ascenso a donde estoy ahora.
Nota a nota mi cuerpo ascendió. Jamás volveré a poseer mi rostro, ni me calzaré esos pies tan jóvenes. Nunca más parpadearé para limpiar mis ojos de un aire tan imperfecto. Todo armónico y bello es ahora. En este lugar dónde el frío no existe, y tampoco el calor quema las teclas. Donde el tiempo no es más el denominador común y las cadenas que me amordazaban. Jamás habrá dolor, ni alegría, tristeza y compasión.
Sin embargo, en medio de aquel éxtasis de júbilo insensible, una vocecilla proveniente del mundo de los hombres se lanzó en busca de mi razón. Me dijo estas palabras:
¡Amigo mío! ¡Cuánto talento brotó de tu trabajo! ¡Hasta aquí te ha conducido! Pero deja que te diga algo, ¿Conoces ya tú la ciudad que dicen anda errante y sustenta sus cimientos en lágrimas calizas? ¿Has viajado al paraje donde el Júcar y el Huécar desembocan, en el mar de tulipas, allende el mes de marzo?
Agua, roca y llanto. La Ciudad Encantada le llaman algunos. Debes verla. Debes observar cómo el Sol permanece expectante, y las casas se aferran a la piedra para rememorar año tras año el sabor de un silencio amargo. Tendrás que abrir tus ojos para perder tu vista en el horizonte rojizo, donde el cielo muestra toda su gama de color.
Así es que, si de verdad es tu deseo permanecer en la apatía de lo eterno, hazlo. Yo continuaré aquí, helado de frío y dejando que el viento me arranque los suspiros en cada momento, pues sabré que un día, la Luna llamará a mi puerta con su capuz de plata. Entonces yo si que conoceré una eternidad aún más grande y la tristeza que me acompañe en ese momento superará el umbral del simple dolor para convertirse en un sentimiento místico.
Acompáñame, pues, te lo suplico. Podríamos, con nuestras baquetas, inundar de ruido la Plaza Mayor, o acompasar a los banceros penitentes que nadan sobre sus propias lágrimas llevando a Cristo.
Y tras pronunciar estas palabras, todo aquello que antes anhelaba desapareció de mí llevándose en ello mi cuerpo. Caí en picado y regresé a la cruenta sensación del segundo tras segundo. Mientras me fundía con aquel aire que sólo olía a pureza busqué aquella voz que tan pronto me había descolgado de mi nube. Pero no la encontré (¿estaría tal vez dentro de mí?). Torcí mi cuello, y perdí mi vista entre el firmamento, mas, súbitamente, un nuevo lucero se iluminó. El aire comenzó ya a moverse a mi alrededor. Lo comprendí ya todo.
El concierto ya había terminado. Seguía siendo aquel joven pianista, y todavía mis orejas se coloreaban demasiado con el frío del invierno. Me había extasiado hasta el punto de abandonar la consciencia en mi interpretación. Pero estaba de vuelta dentro de mí. Ya era tarde, y todo el mundo había abandonado la sala.
Deslicé suavemente mi brazo por el interior de la manga de mi gabardina, y tomé mi ejemplar de “Cinco horas con Mario” que había escondido de la vista del público. Abandoné aquel precioso lugar sumergido en el silencio. Tan sólo el eco de mis pasos hacía acto de presencia. Abrí la puerta. Sólo me costó un momento, mientras de mi pelo descendían varios hilillos de agua, y la lluvia arreciaba sobre el suelo, en recordar cómo habían dialogado el arte, mi fiel compañero, mi valido, e incluso mi pañuelo para enjugar las lágrimas, junto a mi propia alma, el baúl de mis sentimientos.
Sentí una punzada que traspasó mi corazón. ¿Para qué quería tanto arte? ¿Podría, dime, podría alguna vez desencadenarme de mis sentimientos? ¡Cuántas procesiones habrían desfilado ante mí o cuántas imágenes me habrían observado! ¡Ni me había inmutado!
Pero mi alma, abocada ya al mundo de lo sensible, abandonó mi cuerpo de cartón. Dicen que durante meses anduvo deambulando, solitaria, entre cada gota de rocío, entre cada primer rayo del amanecer, entre cada hoja que ondeaba con su caída la superficie de los ríos. Anduvo esperando la llegada de Jesucristo, y cuando aquel llegó, lo estrechó entre sus brazos invisibles y le acompañó todo el tiempo. Bajo farolas, luciérnagas de la noche, caminaron. Escucharon cómo el golpeo de las horquillas horadaba los adoquines, o la bruma que el mar de abatidas miradas perdidas desprende entre las callejuelas, a cuyos lados se aglutinan los altos y los pequeños edificios.
Pero sobretodo, tras aprender a amar la Semana Santa conquense, pasó a formar parte de ella año tras año. Fundiéndose con sus nazarenos, saboreando cada trozo de su alajú, o llorando con ellos cada una de sus plegarias. Se escondió, en algún resquicio de la Catedral, para escapar a la oscuridad que cuando todo terminó, cubrió con su velo todas las cosas, soñando que el universo desfilara alguna vez por la calles de Cuenca en su Semana Santa.
A la llegada de una Semana Santa:
¡Despierta Cuenca de la cadena fría
que amordazó tu vientre y secó todo tu árbol!
Escucha los tambores que arrastran tu letargo
Hacia el mundo de Cristo, y su melancolía.
¡Abraza sus sonidos!¡Sonríe a sus mil banzos!
Haz que broten las hojas de tus verdes aguas.
Y grítale a la tierra: ¡Así es como yo ensalzo
A todos mis hermanos la fuerza de sus calmas!
Bajo el cielo de Lunas y estrellas apagadas
Jesús llega a mi Cuenca y con Dios de la mano.
El invierno ya acaba.
El alma del bancero:
Siento un leve susurro que me quema el hombro
A cada paso que mis dedos se incrustan en el hielo
De la noche. Ya no veo si donde piso es suelo,
O en cambio, mi alma sube al cielo y yo me descompongo.
¡Dime amigo mío! ¿Crees que mi cuerpo de correcto modo
Acompaña su danza?
Partí con ropa y piel, y ahora tan sólo el alma
Viaja bajo el silencio de este coro.
Este coro de luces de farolas,
De tulipas cansadas,
Este coro en el que su silencio
Es la voz más amarga.
Ayer era yo el padre, en mi hogar, al lado de mi fuego.
Hoy no conozco el tiempo ni entiendo las palabras.
Hoy todos los hermanos lloramos a despecho,
Bajo el amparo de el amor que profesas a los hombres.
Un gran dolor desborda nuestro pecho:
Oír a nuestro lado, Jesús, cómo nos hablas
De tu amor, que es eterno.
Elegía a una Semana Santa que se va:
Como muere cada gota de mis lágrimas
Al elevar mí vista hacia tu rostro.
¡Así siento tu marcha!
Como inhalo tus últimos suspiros
¡Así siento mi alma!
Como escucho tus pasos,
Como noto tú escarcha,
Como bebo la luz que tú desprendes,
¡Así, mi enamorada,
así noto la falta de mi pobre esperanza!
Viniste y me llenaste, cruel Semana Santa,
Y hoy que te vas me faltas.